Cuando pienso en la palabra hambre, se me viene a la mente una historia del libro “El hambre” de Caparrós. Una joven madre asiste a la muerte de su hijo en el hospital y no se explica como ha podido morir de hambre si ella lo alimentaba con todo lo que tenía disponible. Pero Caparrós nos revela que el alimento era tan pobre en nutrientes y calorías que el niño nunca tuvo oportunidad de vivir. La historia, por cierto, tiene lugar en alguna parte de África.
Teniendo eso en mente, lo primero que me viene tratando de relacionarme con mi propio hambre es culpa. ¿Cómo vas a tener hambre si escribes esto sentada en un Starbucks, con algo rico al lado? La voz de Bruno (¡Silencio Bruno!) me dice que soy una mal agradecida. Que no sé realmente lo que es el hambre.
Mi tarea esta semana para el taller de Alimentación Intuitiva es describir lo más detalladamente posible como es mí sensación de hambre. Pero navego entre mares racionales que me dicen que mi hambre es mental. Que como sin hambre. Que nunca lo he sentido. ¿Y si ayuno hasta que tenga hambre de verdad?
Pero ahí recuerdo mi sensación cuando han pasado más de 4 horas son comer. Eso si lo puedo describir. Respiro aliviada. Me imagino llegando a la casa del trabajo, con una sensación mixta que va entre rabia y fatiga. No es buena idea pedirme nada en ese momento. Siento mi cuerpo moverse hacia el refrigerador sin mucho control. No hay un yo pensante, solo un cuerpo que se mueve hasta llevarse algo a la boca. Menos mal que solo tengo cosas de dieta: saco un yogurt que no tiene lactosa, grasa ni azúcar. Obvio que no se me pasa el hambre. Así que sigo con todo lo que voy pillando que pueda comerse sin preparar. Incluso un arroz que lleva ahí un par de días.Ese es un ejemplo de hambre feroz. Me hago una pregunta ¿el hambre es un interruptor que se prende y apaga? ¿Va de cero a 100 en un segundo?
En mi caso esa es la vivencia. Pero comienzo a leer y descubro que no tiene porque ser así. Que el hambre es mas bien como una perilla que va aumentando la intensidad. Lo que a mí me pasa es que he vivido años negando las señales que vienen antes. Porque claro, me compré esta idea: el hambre es mental y si dejas de pensar en comer se pasa. Descubro que no es así, pero que todos estos años que lo he creído me han hecho insensibilizarme a las sutiles señales que me manda mi cuerpo. Podría atenderlas antes, parar el hambre cuando va en 20, en lugar de llegar a 100. Pero para eso tengo que reconocer las señales de mi cuerpo. Suena esotérico. Pero si lo pienso mejor, mi cuerpo me manda muchas señales. Cuando tengo ganas de ir al baño, cuando estoy excitada, cuando tengo que dormir. Y con esas señales estoy en paz. Ni siquiera tengo que pensar mucho para reconocerlas. Pero las señales del hambre me son ajenas. Mi cuerpo ha aprendido a que, en un punto, el instinto debe tomar el control y anular la racionalidad.
Así que esa es mi gran conclusión el día de hoy: una vez que me he despojado de la culpa, puedo escribir un poema sobre cómo debe sentirse el hambre, pero no tengo idea de cómo reconocerlo en la práctica.